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Dialéctica del iluminismo, por M.Horkheimer y T.W.Adorno (página 2)



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Pero cielo e infierno se hallaban estrechamente ligados. Así como el nombre de Zeus correspondía a la vez -en cultos que no se excluían recíprocamente- a un dios subterráneo y a un dios de la luz,(20) así como los dioses del Olimpo mantenían relaciones de todo tipo con las divinidades etónicas, del mismo modo las buenas o malas potencias, la salud y la enfermedad, no estaban separadas terminantemente entre sí. Estaban vinculadas al igual que el nacer y el perecer, la vida y la muerte, el invierno y el verano. En el mundo luminoso de la religión griega perdura la turbia indiscriminación del principio religioso, que en las primeras fases conocidas de la humanidad era venerado como mana. En forma primaria, indiferenciada, mana es todo aquello que resulta desconocido, extraño, todo aquello que trasciende el ámbito de la experiencia, aquello que en las cosas es más que su realidad conocida. Lo que el primitivo siente como sobrenatural no es una sustancia espiritual opuesta a la material, sino la complicación de lo natural respecto al miembro singular. El grito de terror con que se experimenta lo insólito se convierte en el nombre de lo insólito. Nombre que fija la trascendencia de lo desconocido respecto a lo conocido y convierte por lo tanto al estremecimiento en sagrado. El desdoblamiento de la naturaleza en apariencia y esencia, acción y fuerza, que es lo que hace posible tanto al mito como a la ciencia, nace del temor del hombre, cuya expresión se convierte en explicación. No se trata de que el alma sea "trasferida" a la naturaleza, como sostiene la interpretación psicologista; mana, el espíritu que mueve, no es una proyección, sino el eco de la superpotencia real de la naturaleza en las débiles almas de los salvajes. La separación entre lo animado y lo inanimado, la atribución de determinados lugares a demonios o divinidades, deriva ya de este preanimismo. En el cual está ya implícita la separación entre sujeto y objeto. Si el árbol no es considerado más sólo como árbol, sino como testimonio de alguna otra cosa, como sede del mana, la lengua expresa la contradicción de que una cosa sea ella misma y a la vez otra cosa además de lo que es, idéntica y no idéntica.(21) Mediante la divinidad, el lenguaje se convierte, de tautología, en lenguaje. El concepto, que suele ser definido como unidad característica de aquello que bajo él se halla comprendido, ha sido en cambio, desde el principio, un producto del pensamiento dialéctico, en el que cada cosa es lo que es sólo en la medida en que se convierte en lo que no es. Ha sido esta la forma originaria de determinación objetivante, por la que concepto y cosa se han separado recíprocamente, de la misma determinación que se halla ya muy avanzada en la epopeya homérica y que se invierte en la moderna ciencia positiva. Pero esta dialéctica sigue siendo impotente en la medida en que se desarrolla a partir del grito de terror, que es la duplicación, la tautología del terror mismo. Los dioses no pueden quitar al hombre el terror del cual sus nombres son el eco petrificado. El hombre tiene la ilusión de haberse liberado del terror cuando ya no queda nada desconocido. Ello determina el curso de la desmitización, del iluminismo que identifica lo viviente con lo no-viviente, así como el mito iguala lo no-viviente con lo viviente. El iluminismo es la angustia mítica vuelta radical. La pura inmanencia positivista, que es su último producto, no es más que un tabú universal, por así decirlo. No debe existir ya nada afuera, puesto que la simple idea de un afuera es la fuente genuina de la angustia. Si la venganza del primitivo por el asesinato de uno de los suyos podía a veces ser aplacada acogiendo al homicida en la propia familia,(22) ello significaba la absorción de la sangre ajena en la propia, la restauración de la inmanencia. El dualismo mítico no conduce más allá del ámbito de lo existente. El mundo penetrado y dominado por el mana, incluso el del mito indio y griego, son eternamente iguales y sin salida. Cada nacimiento es pagado con la muerte, cada felicidad con la desgracia. Hombres y dioses pueden buscar en el intervalo a su disposición distribuir las suertes de acuerdo con criterios diversos del ciego curso del destino: al final lo existente, la realidad, triunfa sobre ellos. Incluso su justicia, arrancada al destino, ostenta las características de éste; dicha justicia corresponde a la mirada que los hombres (los primitivos tanto como los griegos y los bárbaros) lanzan, desde una sociedad de presión y miseria, al mundo circundante. Culpa y expiación, felicidad y desventura, son así para la justicia mítica como para la racional miembros de una ecuación. La justicia se pierde en el derecho. El shamán exorciza al ser peligroso mediante su misma imagen. Su instrumento es la igualdad. La misma igualdad que regula en la civilización la pena y el mérito. Incluso las representaciones míticas pueden ser reconducidas, sin residuos, a relaciones naturales. Así como la constelación de Géminis, con todos los otros símbolos de la dualidad, conduce al ciclo ineluctable de la naturaleza, que tiene su antiquísimo signo en el huevo del cual han salido, del mismo modo la balanza en la mano de Zeus, que simboliza la justicia del entero mundo patriarcal, reconduce a la naturaleza desnuda. El paso del caos a la civilización, donde las relaciones naturales no ejercitan ya directamente su poder, sino que lo hacen a través de la conciencia de los hombres, no ha cambiado en nada el principio de la igualdad. Incluso los hombres han pagado precisamente este tránsito con la adoración de aquello a lo que antes -al igual que todas las otras criaturas- se hallaban simplemente sometidos. Antes los fetiches se hallaban por debajo de la ley de igualdad. Ahora la igualdad se convierte en un fetiche. La venda sobre los ojos de la justicia no significa únicamente que es preciso no interferir en su curso, sino también que el derecho no nace de la libertad.

La doctrina de los sacerdotes era simbólica en el sentido de que en ella señal e imagen coincidían. Tal como lo atestiguan los jeroglíficos, la palabra ha cumplido en el origen también la función de imagen. Dicha función ha pasado a los mitos. Los mitos, como los ritos mágicos, entienden la naturaleza que se repite. Esa naturaleza es el alma de lo simbólico: un ser o un proceso que es representado como eterno, porque debe reconvertirse continuamente en acontecimiento por medio de la ejecución del símbolo. Inexhaustibilidad, repetición sin fin, permanencia del objeto significado, no son sólo atributos de todos los símbolos, sino también el verdadero contenido de éstos. Los mitos de creación, en los que el mundo surge de la madre primigenia, de la vaca o del huevo son, en antítesis al Génesis bíblico, simbólicos. La ironía de los antiguos respecto a los dioses demasiado humanos no daba en lo esencial. La individualidad no agota la esencia de los dioses. Éstos tenían aun en sí algo del mana: encarnaban la naturaleza como poder universal. Con sus rasgos preanimistas desembocaban directamente en el iluminismo. Bajo la verecunda cubierta de la chronique scandaleuse del Olimpo, se había desarrollado la doctrina de la mezcla, de la presión y el choque de los elementos, que muy pronto se estableció como ciencia y redujo los mitos a creaciones de la fantasía. Con la precisa separación entre ciencia y poesía la división del trabajo, ya efectuada por su intermedio, se extiende al lenguaje. Como signo, la palabra, pasa a la ciencia; como sonido, como imagen, como palabra verdadera, es repartida entre las diversas artes, sin que se pueda recuperar ya más la unidad gracias a su adición, senestesia o "arte total". Como signo, el lenguaje debe limitarse a ser cálculo; para conocer a la naturaleza debe renunciar a la pretensión de asemejársele. Como imagen debe limitarse a ser una copia: para ser enteramente naturaleza debe renunciar a la pretensión de conocer a ésta. Con el progreso del iluminismo sólo las obras de arte verdaderas han podido sustraerse a la simple imitación de lo que ya existe. La antítesis corriente entre arte y ciencia, que las separa entre sí como "sectores culturales", para convertir a ambas, como tales, en administrables, las transfigura al fin, justamente por su cualidad de opuestas, en virtud de sus mismas tendencias, a la una en la otra. La ciencia, en su interpretación neopositivista, se convierte en esteticismo, sistema de signos absolutos, carente de toda intención que lo trascienda: se convierte en suma en ese "juego" respecto al cual hace ya tiempo que los matemáticos han afirmado con orgullo que resume su actividad. Pero el arte de la reproducción integral se ha lanzado, hasta en sus técnicas, a la ciencia positivista. Dicho arte se convierte una vez más en mundo, en duplicación ideológica, en reproducción dócil. La separación de signo e imagen es inevitable. Pero se ha hipostasiado con ingenua complacencia; cada uno de los dos principios aislados tiende a la distribución de la verdad.

El abismo que se ha abierto con esta separación ha sido señalado y tratado por la filosofía en la relación entre intuición y concepto, y en muchas ocasiones, aunque en vano, se ha intentado llenarlo: precisamente la filosofía es definida por dicho intento. Por lo general, es verdad, la filosofía se puso de lado de la parte de la cual toma su nombre. Platón prohibió la poesía con el mismo gesto con el que el positivismo prohibe la doctrina de las ideas. Mediante su celebrado arte Homero no ha llevado a cabo reformas públicas o privadas, no ha ganado una guerra ni ha hecho ningún descubrimiento. No basta que una nutrida multitud de secuaces lo haya honrado y amado. El arte debe aun probar su utilidad. (23) La imitación es prohibida por él igual que por los judíos. Razón y religión prohiben el principio de la magia. Aun en la separación respecto a la realidad en la renuncia del arte, ese principio continúa siendo deshonroso; quien lo practica es un vagabundo, un nómade superviviente, que no hallará más patria entre los que se han convertido en estables. No se debe influir más sobre la naturaleza identificándose con ella, sino que es preciso dominarla mediante el trabajo. La obra de arte posee aún en común con la magia el hecho de instituir un ciclo propio y cerrado en sí, que se sustrae al contexto de la realidad profana, en el que rigen leyes particulares. Así como el primer acto del mago en la ceremonia era el definir y aislar, respecto a todo el mundo circundante, el lugar en que debían obrar las fuerzas sagradas, de la misma forma en toda obra de arte su ámbito se destaca netamente de la realidad. Justamente, la renuncia a la acción externa, con la que el arte se separa de la simpatía mágica, conserva con mayor profundidad la herencia de la magia. La obra de arte coloca la pura imagen en contraste con la realidad física cuya imagen retoma, custodiando sus elementos. Y en el sentido de la obra de arte, en la apariencia estética, surge aquello a lo que daba lugar, en el encantamiento del primitivo, el acontecimiento nuevo y tremendo: la aparición del todo en el detalle. En la obra de arte se cumple una vez más el desdoblamiento por el cual la cosa aparecía como algo espiritual, como manifestación del mana. Ello constituye su "aura". Como expresión de la totalidad, el arte aspira a la dignidad de lo absoluto. Ello indujo en ciertas ocasiones a la filosofía a asignarle una situación de preferencia respecto al conocimiento conceptual. Según Schelling, el arte comienza allí donde el saber abandona al hombre. El arte es para él "el modelo de la ciencia, y la ciencia debe aún llegar allí donde encontramos al arte". (24) De acuerdo con su doctrina, la separación entre imagen y signo queda "enteramente abolida por cada singular representación artística. (25) Pero muy raras veces se halló el mundo burgués dispuesto a demostrar esta fe en el arte. Cuando puso límites al saber, ello por lo general no aconteció para dar paso al arte, sino a la fe. Mediante la fe, la religiosidad militante de la nueva edad -Torquemada, Lutero, Mahoma- ha pretendido conciliar espíritu y realidad. Pero la fe es un concepto privativo: se destruye como fe si no expone continuamente su diferencia o su acuerdo con el saber. Puesto que está obligada a calcular los límites del saber, se halla limitada también a ella. El intento de la fe, en el protestantismo, de hallar el principio trascendente de la verdad, sin el cual no hay fe, como en la prehistoria, directamente en la palabra, y de restituir a ésta su poder simbólico, ha sido pagado con la obediencia a la letra, y no ciertamente a la letra sagrada. Por quedar siempre ligada al saber, en una relación hostil o amistosa, la fe perpetúa la separación en la lucha para superarla: su fanatismo es el signo de su falsedad, la admisión objetiva de que creer solamente significa no creer más. La mala conciencia es su segunda naturaleza. En la secreta conciencia del defecto por el cual se halla fatalmente viciada, de la contradicción que es inmanente a ella, de querer hacer un oficio de la conciliación, reside la causa por la cual toda honestidad subjetiva de los creyentes ha sido siempre irascible y peligrosa. Los horrores del hierro y del fuego, Contrarreforma y Reforma, no fueron los excesos sino la realización del principio de la fe. La fe muestra continuamente que posee el mismo carácter que la historia universal, a la que quisiera dominar; en la época moderna se convierte incluso en su instrumento favorito, en su astucia particular. Indetenible no es sólo el iluminismo del siglo XVIII, como ha sido reconocido por Hegel, sino, como nadie mejor que él lo ha sabido, el movimiento mismo del pensamiento. En el conocimiento más ínfimo, así como en el más elevado, se halla implícita la noción de su distancia respecto a la realidad, que convierte al apologista en un mentiroso. La paradoja de la fe degenera al fin en la estafa, en el mito del siglo XX, y su irracionalidad se trasfigura en un sistema racional en manos de los absolutamente iluminados, que guían ya a la sociedad hacia la barbarie.

Desde que el lenguaje entra en la historia sus amos son sacerdotes y magos. Quien ofende los símbolos cae, en nombre de los poderes sobrenaturales, en manos de los tribunales de los poderes terrestres, representados por esos órganos agregados a la sociedad. Qué aconteció antes es cosa que resulta oscura. El estremecimiento del que nace el mana se hallaba ya sancionado, por lo menos por los más viejos de la tribu, dondequiera que el mana aparezca en la etnología. El mana fluido, heterogéneo, es consolidado y materializado con violencia por los hombres. Rápidamente los magos pueblan cada aldea con emanaciones y coordinan, de acuerdo con la multiplicidad de los dominios sacros, la multiplicidad de los ritos. Los magos desarrollan, con el mundo de los espíritus y sus características, el propio saber profesional y la propia autoridad. Lo sacro se halla en relación con los magos y se transmite a ellos. En las primeras fases, aún nómades, los miembros de la tribu toman aún parte autónoma en la acción ejercida sobre el curso natural. Los hombres hacen salir de las cuevas a las bestias salvajes, las mujeres desarrollan el trabajo que puede realizarse sin un comando rígido. Es imposible establecer cuánta violencia precedió al hábito respecto a un orden tan sencillo. En tal orden el mundo se halla ya dividido en una esfera del poder y en una esfera profana. En él el curso natural como emanación del mana, se encuentra ya elevado a norma que exige sumisión. Pero si el salvaje nómade, a pesar de todas las sumisiones, tomaba aún parte en el encantamiento que delimitaba a éstas, y se disfrazaba de bestia salvaje para sorprender a la bestia, en épocas sucesivas el comercio con los espíritus y la sumisión se hallan repartidos entre clases diferentes de la humanidad: el poder por un lado, la obediencia por otro. Los procesos naturales, eternamente iguales y recurrentes, son inculcados a los súbditos -por tribus extranjeras o por los propios círculos dirigentes- como tiempo o cadencia laboral, según el ritmo de las clavas o de los palillos que resuena en todo tambor bárbaro, en todo monótono ritual. Los símbolos toman el aspecto de fetiches. Su contenido, la repetición de la naturaleza, se revela luego siempre como la permanencia -por ellos de alguna forma representada- de la constricción social. El estremecimiento objetivado en una imagen fija se convierte en emblema del dominio consolidado de grupos privilegiados. Pero lo mismo vienen a ser también los conceptos generales, incluso cuando se han liberado de todo aspecto figurativo. La misma forma deductiva de la ciencia refleja coacción y jerarquía. Así como las primeras categorías representaban indirectamente la tribu organizada y su poder sobre el individuo aislado, del mismo modo el entero orden lógico -dependencia, conexión, extensión y combinación de los conceptos- está fundado sobre las relaciones correspondientes de la realidad social, sobre la división del trabajo. (26) Pero este carácter social de las formas del pensamiento no es, como lo quiere Durkheim, expresión de solidaridad social, sino que atestigua en cambio respecto a la impenetrable unidad de sociedad y dominio. El dominio confiere mayor fuerza y consistencia a la totalidad social en la que se establece. La división del trabajo, a la que el dominio da lugar en el plano social, sirve a la totalidad dominada para autoconservarse. Pero así la totalidad como tal, la actualización de la razón a ella inmanente, se convierte de modo forzoso en la actualización de lo particular. El dominio se opone a lo singular como universal, igual que la razón en la realidad. El poder de todos los miembros de la sociedad -a quienes, en cuanto tales, no les queda otro camino- se suma continuamente, a través de la división del trabajo que les es impuesta, en la realización de la totalidad, cuya racionalidad se ve a su vez multiplicada. Lo que todos experimentan por obra de pocos se cumple siempre como abuso de los individuos por parte de los muchos: y la opresión de la sociedad tiene también el carácter de una opresión por parte de lo colectivo. Es esta unidad de colectividad y dominio, y no la universalidad social inmediata (la solidaridad), la que se deposita en las formas del pensamiento. Los conceptos filosóficos con los que Platón y Aristóteles explican y exponen el mundo, elevan, con su pretensión de validez universal, las relaciones "fundadas" por ellos al grado de verdadera realidad. Tales conceptos surgían, como dice Vico, (27) de la plaza del mercado en Atenas, y reflejaban con igual pureza las leyes de la física, la igualdad de los ciudadanos de pleno derecho y la inferioridad de las mujeres, niños y esclavos. El lenguaje mismo confería a las relaciones de dominio la universalidad que había asumido como medio de comunicación una sociedad civil. El énfasis metafísico, la sanción mediante ideas y normas no eran más que la hipóstasis de la dureza exclusiva que los conceptos debían necesariamente asumir dondequiera que la lengua unía la comunidad de los señores en ejercicio del mando. Pero en esta función de reforzamiento del poder social del lenguaje las ideas se convirtieron en tanto más superfluas cuanto más crecía aquel poder, y el lenguaje científico les ha dado el golpe de gracia. La sugestión -que tiene aún algo del espanto inspirado por el fetiche- no residía tanto en la apología consciente. La unidad de colectividad y dominio se torna patente más bien en la universalidad que el contenido malo asume necesariamente en el lenguaje, sea metafísico o científico. La apología metafísica delataba la injusticia de lo existente por lo menos en la incongruencia del concepto y realidad. En la imparcialidad del lenguaje científico la impotencia ha perdido por completo la fuerza de expresión, y sólo lo existente halla allí su signo neutral. Esta neutralidad es más metafísica que la metafísica. Finalmente, el iluminismo ha devorado no sólo los símbolos, sino también a sus sucesores, los conceptos universales, y de la metafísica no ha dejado más que el miedo a lo colectivo del cual ésta ha nacido. A los conceptos les ocurre frente al iluminismo lo mismo que a los rentiers frente a los trusts industriales: ninguno de ellos puede sentirse tranquilo. Si el positivismo lógico ha dado aún una chance a la chance, el etnológico la equipara ya a la esencia. "Nos idées vagues de chance et de quintessence sont de pâles survivances de cette notion beaucoup plus riche", (28) o sea de la sustancia mágica.

El iluminismo, como nominalismo, se detiene delante del nomen, del concepto no desarrollado, puntual, delante del nombre propio. Ya no es posible establecer con certidumbre si, tal como ha sido afirmado por algunos, (29) los nombres propios eran originariamente también nombres genéricos; es verdad que, de todas formas, aquellos no han compartido aun el destino de estos últimos. La sustancialidad del yo -negada por Hume y Mach- no es lo mismo que el nombre. En la religión judía, en la que la idea patriarcal se levanta para destruir el mito, el vínculo entre nombre y ser es aún reconocido en la prohibición de pronunciar el nombre de Dios. El mundo desencantado del judaísmo concilia la magia negándola en la idea de Dios. La religión judía no admite ninguna palabra que pueda consolar la desesperación de todo lo que es mortal. Dicha religión vincula una esperanza únicamente a la prohibición de invocar a Dios como aquello que no es, lo finito como infinito, la mentira como verdad. La prueba de salvación consiste en abstenerse de toda fe que sustituya a ésa; el conocimiento es la denuncia de la ilusión. La negación, por lo demás, no es abstracta. La negación indiscriminada de todo lo positivo, la fórmula estereotipada de la nulidad, tal como es aplicada por el budismo, pasa por sobre la prohibición de llamar a lo absoluto con un nombre, no menos que su opuesto, el panteísmo, o que su caricatura, el escepticismo burgués. Las explicaciones del mundo como nada o como todo son mitologías, y las vías garantizadas para la redención, prácticas mágicas sublimadas. La satisfacción de saber todo por anticipado y la transfiguración de la negatividad en redención son formas falsas de resistencia al engaño. El derecho de la imagen se ve salvado en la firme ejecución de su prohibición. Esta ejecución, "negación determinada", (30) no se halla garantizada a priori -por la soberana superioridad del concepto abstracto- contra las seducciones de la intuición, como lo está el escepticismo, que considera que tanto lo falso como lo verdadero son nada. La negación determinada rechaza las representaciones imperfectas de lo absoluto, los ídolos, no oponiéndoles, como el rigorismo, la idea respecto a la cual no tienen vigencia. La dialéctica más bien hace ver toda imagen como escritura, y enseña a leer en sus caracteres la admisión de su falsedad, que la priva de su poder y se lo adjudica a la verdad. De esta suerte el lenguaje se convierte en algo más que un sistema de signos. En el concepto de negación determinada Hegel ha indicado un elemento que distingue al iluminismo de la corrupción positivista a la cual lo asimila. Pero al concluir él por elevar a absoluto el resultado consabido del entero proceso de la negación, la totalidad sistemática e histórica, contraviene la prohibición y cae a su vez en la mitología.

Ello no le ha acontecido sólo a su filosofía como apoteosis del pensamiento en constante progreso, sino al propio iluminismo, a la sobriedad gracias a la cual cree distinguirse de Hegel y de la metafísica en general. Porque el iluminismo es más totalitario que ningún otro sistema. Su falsedad no reside en aquello que siempre le han reprochado sus enemigos románticos –método analítico, reducción a los elementos, reflexión disolvente-, sino en aquello por lo cual el proceso se halla decidido por anticipado. Cuando en el operar matemático lo desconocido se convierte en la incógnita de una ecuación, es ya caracterizado como archiconocido aun antes de que se haya determinado su valor. La naturaleza es, antes y después de la teoría de los cuantos, aquello que resulta necesario concebir en términos matemáticos; incluso aquello que no encaja perfectamente, lo irresoluble y lo irracional, es asediado desde muy cerca por teoremas matemáticos. Identificando por anticipado el mundo matematizado hasta el fondo con la verdad, el iluminismo cree impedir con seguridad el retorno del mito. El iluminismo identifica el pensamiento con las matemáticas. Por así decirlo, se emancipa a las matemáticas, se las eleva hasta prestarles un carácter absoluto. "Un mundo infinito, en este caso un mundo de idealidad, es concebido en tal forma que sus objetos no se tornan accesibles para nuestra conciencia singularmente, imperfectamente y como por azar; pero un método racional, sistemáticamente unitario, termina por alcanzar, en un progreso infinito, todo objeto en su pleno ser-en-sí… En la matematización de la naturaleza cumplida por Galileo la naturaleza misma resulta -bajo la guía de la nueva matemática– idealizada; se convierte -en términos modernos- en una multiplicidad matemática." (31) El pensamiento se reifica en un proceso automático que se desarrolla por cuenta propia, compitiendo con la máquina que él mismo produce para que finalmente lo pueda sustituir. El iluminismo (32) ha desechado la exigencia clásica de pensar el pensamiento -de la cual la filosofía de Fichte constituye el desarrollo radical-, porque tal exigencia lo distrae del imperativo de guiar la praxis, que, por otro lado, el propio Fichte deseaba realizar. El procedimiento matemático es convertido, por así decirlo, en ritual del pensamiento. Pese a la autolimitación axiomática, el procedimiento matemático se plantea como necesario y objetivo: transforma al pensamiento en cosa, en instrumento, tal como gustosamente lo llama. Pero mediante esta mimesis, por la que el pensamiento queda nivelado con el mundo, lo que existe de hecho se ha convertido hasta tal punto en lo único que incluso el ateísmo incurre en la condena formulada contra la metafísica. Para el positivismo, que ha sucedido como juez a la razón iluminada, internarse en mundos inteligibles no es ya algo sencillamente prohibido, sino un charlataneo sin sentido. Para su fortuna, el positivismo no tiene necesidad de ser ateo, porque el pensamiento reificado no puede ni siquiera plantear la cuestión. El censor positivista deja pasar de buena gana, igual que al arte, al culto oficial, como un sector especial y extrateorético de actividad social; a la negación, que se presenta con la pretensión de ser conocimiento, nunca. La distancia del pensamiento respecto a la tarea de ordenar lo que es, la salida del círculo predestinado de la realidad, significa -para el espíritu científico- locura y autodestrucción, tal como lo era para el mago primitivo la salida del círculo mágico que ha trazado para el exorcismo; y en ambos casos se toman las disposiciones necesarias para que la violación del tabú tenga incluso en la realidad consecuencias dañosas para el sacrílego. El dominio de la naturaleza traza el círculo en el que la crítica de la razón pura ha encerrado al pensamiento. Kant unió la tesis de su fatigoso e incesante progreso hasta el infinito con la insistencia inflexible sobre su insuficiencia y eterna limitación. La respuesta que ha dado es el veredicto de un oráculo. No hay ser en el mundo que no pueda ser penetrado por la ciencia, pero aquello que puede ser penetrado por la ciencia no es el ser. De tal suerte, según Kant, el juicio filosófico mira a lo nuevo, pero no conoce nunca nada nuevo, puesto que repite siempre sólo aquello que la razón ha puesto ya en el objeto. Pero a este pensamiento, protegido y garantizado -en los diversos departamentos de la ciencia- por los sueños de un visionario, le es presentada luego la cuenta: el dominio universal sobre la naturaleza se retuerce contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda más que ese mismo, eternamente igual "yo pienso" que debe poder acompañar todas mis representaciones. Sujeto y objeto se anulan entre sí. El Sí abstracto, el derecho de registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que lo abstracto material, que no cuenta con otra propiedad que la de servir de sustrato a esta posesión. La ecuación de espíritu y mundo termina por resolverse, pero sólo debido a que los dos miembros de ella se eliden recíprocamente. En la reducción del pensamiento a la categoría de aparato matemático se halla implícita la consagración del mundo como medida de sí mismo. Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos. Comprender el dato como tal, no limitarse a leer en los datos sus abstractas relaciones espaciotemporales, gracias a las cuales pueden ser tomados y manejados, sino entenderlos en cambio como la superficie, como momentos mediatos del concepto, que se cumplen sólo a través de la explicación de su significado histórico, social y humano: toda pretensión del conocimiento es abandonada. Puesto que el conocimiento no consiste sólo en la percepción, en la clasificación y en el cálculo, sino justamente en la negación determinante de lo que es inmediato. Mientras que el formalismo matemático, cuyo instrumento es el número, la forma más abstracta de lo inmediato, fija el pensamiento en la pura inmediatez. Si da razón a lo que es de hecho, el conocimiento se limita a su repetición, el pensamiento se reduce a tautología. Cuanto más se enseñorea el aparato teórico de todo lo que existe, tanto más ciegamente se limita a reproducirlo. De tal manera el iluminismo recae en la mitología de la que nunca ha sabido liberarse. Pues la mitología había reproducido como verdad, en sus configuraciones, la esencia de lo existente (ciclo, destino, dominio del mundo), y había renunciado a la esperanza. En la preñez de la imagen mítica, como en la claridad de la fórmula científica, se halla confirmada la eternidad de lo que es de hecho, y la realidad bruta es proclamada como el significado que oculta. El mundo como gigantesco juicio analítico, el único que ha quedado de todos los sueños de la ciencia, es de la misma índole que el mito cósmico, que asociaba los acontecimientos de la primavera y del otoño con el rapto de Perséfona. La unicidad del acontecimiento mítico, que debía legitimar al de hecho, es un engaño. En el origen el rapto de la diosa formaba una unidad inmediata con la muerte de la naturaleza. Se repetía cada otoño, e incluso la repetición no constituía una serie de acontecimientos separados, sino que cada vez era el mismo. Al consolidarse la conciencia del tiempo, el acontecimiento fue relegado al pasado como único, y se buscó aplacar ritualmente -recurriendo a lo que había acontecido hacía muchísimo- el horror a la muerte en cada ciclo estacional. Pero la separación es imponente. Una vez establecido aquel pasado único, el ciclo asume carácter de inevitable, y el horror se propaga desde lo antiguo tanto sobre el entero acaecer como sobre la repetición pura y simple. La subyugación de todo lo que es de hecho, ya sea por la prehistoria fabulosa, ya por el formalismo matemático, la relación simbólica de lo actual con el acontecimiento mítico en el rito o con la categoría abstracta en la ciencia, hace aparecer como predeterminado a lo nuevo, que es así, en realidad, lo viejo. No es la realidad la que carece de esperanza, sino el saber que -en el símbolo fantástico o matemático- se apropia de la realidad como esquema y así la perpetúa.

En el mundo iluminado la mitología ha atravesado y traspasado lo profano. La realidad completamente depurada de demonios y de sus últimos brotes conceptuales, asume, en su naturaleza esclarecida, el carácter numinoso que la prehistoria asignaba a los demonios. Bajo la etiqueta de los hechos en bruto la injusticia social de la cual éstos nacen es consagrada hoy como algo eternamente inmutable, con tanta seguridad como era santo e intocable el mago bajo la protección de sus dioses. El extrañamiento de los hombres respecto a los objetos dominados no es el único precio que se paga por el dominio; con la reificación del espíritu han sido adulteradas también las relaciones internas entre los hombres, incluso las de cada cual consigo mismo. El individuo se reduce a un nudo o entrecruzamiento de reacciones y comportamientos convencionales que se esperan prácticamente de él. El animismo había vivificado las cosas; el industrialismo reifica las almas. Aun antes de la planificación total, el aparato económico adjudica automáticamente a las mercancías valores que deciden el comportamiento de los hombres. A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura, se inculcan al individuo los estilos obligados de conducta, presentándolos como los únicos naturales, decorosos y razonables. El individuo queda cada vez más determinado como cosa, como elemento estadístico, como success or failure. Su criterio es la autoconservación, el adecuamiento logrado o no a la objetividad de su función y a los módulos que le han sido fijados. Todo el resto, la idea o la criminalidad, aprende la fuerza de lo colectivo, que ejerce su vigilancia desde la escuela hasta el sindicato. Pero incluso lo colectivo amenazador es sólo una superficie falaz tras la cual se ocultan los poderes que manipulan su violencia. Su brutalidad, que mantiene a los individuos en su lugar, representa tan poco la verdadera cualidad de los hombres, como el valor aquella de los objetos de consumo. El aspecto satánicamente deformado que las cosas y los hombres han asumido a la luz clara del conocimiento desprejuiciado, reconduce al dominio, al principio que llevó ya a cabo la especificación del mana en los espíritus y en las divinidades y que enviscaba la mirada en los espejismos de los magos. La fatalidad, con la que la prehistoria sancionaba la muerte incomprensible, entra en la realidad comprensible sin residuos. El pánico meridiano, en el cual los hombres se daban cuenta de súbito de la naturaleza como totalidad, tiene su correspondencia en aquello que hoy está listo para estallar en cualquier instante: los hombres aguardan que el mundo sin salida sea convertido en llamas por una totalidad que son ellos mismos y sobre la cual nada pueden.

El iluminismo experimenta un horror mítico por el mito. Y advierte la presencia del mito no sólo en conceptos o términos confusos, como cree la crítica semántica, sino en toda expresión humana en cuanto ésta no tenga un puesto en el cuadro teleológico de la autoconservación. La proposición spinoziana Conatus sese conservandi primum et unicum virtutis est fundamentum (33) constituye la verdadera máxima de toda civilización occidental, en la cual se aplacan las divergencias religiosas y filosóficas de la burguesía. El Sí, que después de la metódica extinción de todo signo natural, concebido como mítico, no debía ser ya cuerpo ni sangre ni alma ni tampoco yo natural, constituyó -sublimado como sujeto trascendental o lógico- el punto de referencia de la razón, la instancia legisladora del obrar. Quien confía en la vida directamente, sin relación racional con la autoconservación, vuelve a caer, según el juicio del iluminismo y del protestantismo, en la etapa prehistórica. El impulso es en sí mítico, como la superstición; servir a un dios que no es postulado por el Sí, resulta absurdo como la embriaguez. El progreso ha reservado la misma suerte a ambas: a la adoración y a la caída en el ser inmediatamente natural; ha lanzado la maldición sobre el olvido de sí, en el pensamiento tanto como en el placer. El trabajo social de todo individual es, en la economía burguesa, mediatizado gracias al principio del Sí; debe restituir, a los unos el capital acrecentado, a los otros la fuerza para el trabajo. Pero cuanto más se realiza el proceso de la autoconservación a través de la división burguesa del trabajo, tanto más dicho progreso exige la autoalienación de los individuos, que deben adecuarse en cuerpo y alma a las exigencias del aparato técnico. A su vez, el pensamiento iluminado no deja de tener esto en cuenta: finalmente incluso el sujeto trascendental del conocimiento es en apariencia liquidado como último recuerdo de la subjetividad, y sustituido por el trabajo tanto más uniforme de los mecanismos reguladores automáticos. La subjetividad se ha consagrado en la lógica de reglas del juego, que aspirarían a ser arbitrarias sólo para poder gobernar con menos perturbaciones. El positivismo, en fin, que no se ha detenido ni siquiera ante la cosa más cerebral que se pueda imaginar -el pensamiento-, ha acorralado incluso la última instancia intermediaria entre la acción individual y la norma social. El proceso técnico, en el que el sujeto se ha reificado después de haber sido cancelado de la conciencia, es inmune tanto a la ambigüedad del pensamiento mítico como a todo significado en general, porque la razón misma se ha convertido en un simple accesorio del aparato económico omnicomprensivo. Desempeña el papel de utensilio universal para la fabricación de todos los demás, rígidamente adaptado a su fin, funesto como el obrar exactamente calculado en la producción material, cuyo resultado para los hombres se sustrae a todo cálculo. Se ha cumplido finalmente su vieja ambición de ser el puro órgano de los fines. La exclusividad de las leyes lógicas deriva de esta univocidad de la función, en última instancia del carácter coactivo de la autoconservación, que concluye siempre de nuevo en la elección entre supervivencia y ruina, reflejada aun en el principio de que de dos proposiciones contradictorias sólo una es verdadera y la otra es falsa. El formalismo de este principio y de toda la lógica deriva de opacidad y de la confusión de los intereses en una sociedad en la que la conservación de las formas y la de los individuos coinciden sólo casualmente. La expulsión del pensamiento del ámbito de la lógica ratifica, en el aula universitaria, la reificación del hombre en la fábrica y la oficina. De tal forma el tabú se inviste incluso del poder que lo formula, el iluminismo del espíritu que este es. Pero así la naturaleza, que es la verdadera autoconservación, es desencadenada por el proceso destinado a alejarla, tanto en el individuo como en el destino colectivo de crisis y guerras. Se permanece en la teoría como única norma, el ideal de la ciencia unificada, la praxis se somete a la routine irresistible de la historia universal. El Sí totalmente en manos de la civilización se convierte en un elemento de aquella inhumanidad a la que la civilización ha tratado de sustraerse desde el comienzo. Se realiza la angustia más antigua, la de perder el propio nombre. La existencia puramente natural, animal y vegetativa, era para la civilización el peligro absoluto. El comportamiento mimético, mítico y metafísico aparecieron sucesivamente como eras superadas, y volver a caer en el nivel de ellas era cosa asociada al terror de que el Sí pudiese convertirse de nuevo en aquella naturaleza de la que se había alejado con esfuerzo indecible y que le inspiraba justamente por ello un indecible horror. El vivo recuerdo de la prehistoria, de las fases nómades, y tanto más de las fases propiamente prepartriarcales, ha sido extirpado de la conciencia de los hombres, en todos los milenios, con las penas más tremendas. El espíritu iluminado ha sustituido el fuego y la tortura por la marca impresa a toda irracionalidad debido a que conduce a la ruina. El hedonismo era moderado y los extremos le resultaban no menos sospechosos que a Aristóteles. El ideal burgués de la adecuación a la naturaleza no se refiere a la naturaleza amorfa, sino a la virtud del justo medio. Promiscuidad y ascesis, hambre y abundancia, son, bien que antitéticas, inmediatamente idénticas como fuerzas disolventes. A través de la subordinación de toda la vida a las exigencias de su conservación, la minoría que manda garantiza, con la propia seguridad, también la supervivencia del todo. Desde Homero hasta los tiempos modernos, el espíritu dominante busca pasar entre la Scila de la recaída en la reproducción simple y la Carybdis de la satisfacción libre e incontrolada; siempre ha desconfiado de toda otra brújula que no sea la del mal menor. Los neopaganos alemanes, administradores de la psicología de guerra, dicen querer liberar el placer. Pero como en los milenios han aprendido a odiarse bajo la presión del trabajo, en la emancipación totalitaria el placer continúa siendo vulgar y mutilado por el autodesprecio. El placer permanece sometido a la autoconservación, tal como se lo había enseñando la razón, en el intervalo depuesta. En las grandes mutaciones de la civilización occidental, desde la aparición de la religión olímpica hasta el Renacimiento, la Reforma y el ateísmo burgués, cada vez que nuevos pueblos o clases expulsaron más decididamente al mito, el temor a la naturaleza incontrolada y amenazadora, consecuencia de su misma materialización y objetivación, fue degradado a superstición animista, y el dominio de la naturaleza interior y exterior fue convertido en fin absoluto de la vida. Finalmente, automatizada la autoconservación, la razón es abandonada por los que han tomado su puesto en la guía de la producción, los cuales la temen ahora en los desheredados. La esencia del iluminismo es la alternativa, cuya ineluctabilidad es la del dominio. Los hombres habían tenido siempre que elegir entre su sumisión a la naturaleza y la de la naturaleza al Sí. Con la expansión de la economía mercantil burguesa el oscuro horizonte del mito es aclarado por el sol de la ratio calculante, bajo cuyos gélidos rayos maduran los brotes de la nueva barbarie. Bajo la coacción del dominio el trabajo humano siempre se ha alejado más del mito para recaer, bajo el dominio, siempre de nuevo en su poder.

En un relato homérico se halla expresado el nexo entre mito, dominio y trabajo. El decimosegundo canto de la Odisea narra el paso ante las sirenas. La tentación que éstas representan es la de perderse en el pasado. Pero el héroe al que la tentación se dirige se ha convertido en adulto mediante el sufrimiento. En la variedad de los pequeños mortales en la cual ha debido conservarse se ha consolidado en él la unidad de la vida individual, la identidad de la persona. Como agua, tierra y aire, se escinden ante él los reinos del tiempo. La onda de aquello que fue refluye de la roca del presente, y el futuro se extiende nuboso en el horizonte. Lo que Odiseo ha dejado tras de sí entra en el reino de las sombras: el Sí se halla aún tan cercano al mito primordial, del cual ha salido con inmenso esfuerzo, que su mismo pasado, el pasado directamente vivido, se transforma en pasado mítico. Odiseo trata de remediar esto mediante un sólido ordenamiento del tiempo. El esquema tripartito debe liberar el instante presente de la potencia del pasado, manteniendo a éste tras el confín absoluto de lo irrecuperable, y poniéndolo, como saber utilizable, a disposición de la hora. El impulso de salvar el pasado como viviente, así como el de utilizarlo como materia del progreso, se satisfacía sólo en el arte, al que pertenece también la historia como representación de la vida pasada. En la medida en que el arte renuncia a valer como conocimiento, excluyéndose así de la praxis, es tolerado por la praxis social igual que el placer. Pero el canto de las sirenas no se halla aún degradado y reducido a puro arte. Ellas conocen "todo cuanto ocurre en la fértil tierra", (34) y en particular, las acciones en que también Odiseo tomó parte, las fatigas que "padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses". (35) Al revocar directamente un pasado muy reciente, amenazan, con la irresistible promesa de placer con que se anuncia y es escuchado su canto, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a cambio de su entera duración temporal. Quien cede a los artificios de las sirenas está perdido, pues únicamente una constante presencia de espíritu arranca a la existencia de la naturaleza. Si las sirenas saben todo lo que acontece, piden en cambio el futuro, y la promesa del alegre retorno es el engaño con que el pasado se adueña del nostálgico. Odiseo es puesto en guardia por Circe, la diosa que retransforma a los hombres en animales: él ha sabido resistírsele y ella, en compensación, lo pone en condiciones de resistir a otras fuerzas de disolución. Pero la tentación de las sirenas sigue siendo invencible, y nadie puede sustraerse a ella si escucha el canto. La humanidad ha debido someterse a un tratamiento espantoso para que naciese y se consolidase el Sí, el carácter idéntico, práctico, viril del hombre, y algo de todo ello se repite en cada infancia. El esfuerzo para mantener unido el yo abarca todos los estadios del yo, y la tentación de perderlo ha estado siempre unida a la ciega decisión de conservarlo. La ebriedad narcótica, que hace expiar la euforia en la que el Sí permanece como suspendido en un sueño similar a la muerte, es una de las antiquísimas instituciones sociales que sirven de mediadoras entre la autoconservación y el autoaniquilamiento, una tentativa del Sí para sobrevivirse a sí mismo. La angustia de perder el Sí, y de anular con el Sí el confín entre sí mismo y el resto de la vida, el miedo a la muerte y a la destrucción, se halla estrechamente ligado a una promesa de felicidad por la que la civilización se ha visto amenazada en todo instante. Su camino fue el de la obediencia y el trabajo, sobre el cual la satisfacción brilla eternamente como pura apariencia, como belleza impotente. El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia felicidad, sabe todo esto. Conoce sólo dos posibilidades de salida. Una es la que prescribe a sus compañeros. Les tapa las orejas con cera y les ordena remar con todas sus energías. Quien quiere perdurar y subsistir no debe prestar oídos al llamado de lo irrevocable, y puede hacerlo sólo en la medida en que no esté en condiciones de escuchar. Esto es lo que la sociedad ha procurado siempre. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a los costados. El impulso que los induciría a desviarse es sublimado -con rabiosa amargura- en esfuerzo ulterior. Se vuelven prácticos. La otra posibilidad es la que elige Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí. Él oye pero impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto mas fuerte resulta la tentación más fuerte se hace atar, así como después también los burgueses se negarán con mayor tenacidad la felicidad cuando -al crecer su poderío- la tengan al alcance de la mano. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él, pues no puede hacer otra cosa que señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde: sus compañeros, que no oyen nada, conocen sólo el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil, para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida la vida del opresor, que no puede salir ya de su papel social. Los mismos vínculos con los cuales se ha ligado irrevocablemente a la praxis mantiene a las sirenas lejos de la praxis: su tentación es neutralizada al convertírsela en puro objeto de contemplación, en arte. El encadenado asiste a un concierto, inmóvil como los futuros escuchas, y su grito apasionado, su pedido de liberación, mueren ya en un aplauso. Así el goce artístico y el trabajo manual se separan a la salida de la prehistoria. El epos contiene ya la teoría justa. El patrimonio cultural se halla en exacta relación con el trabajo mandado, y uno y otro tienen su fundamento en la condición ineluctable del dominio social sobre la naturaleza.

Medidas como esas tomadas en la nave de Odiseo al pasar frente a las sirenas constituyen una alegoría premonitoria de la dialéctica del iluminismo. Así como la sustituibilidad es la medida del dominio y como el más potente es aquel que puede hacerse representar en el mayor número de operaciones, del mismo modo la sustituibilidad es el instrumento del progreso y a la vez de la regresión. En las condiciones dadas, la exención del trabajo significa también mutilación, y no sólo para los desocupados, sino también para el polo social opuesto. Los superiores experimentan la realidad, con la que ya no tienen directamente relación, sólo como sustrato, y se petrifican enteramente en el Sí que comanda. El primitivo sentía la cosa natural sólo como objeto que huía a su deseo, "pero el señor, que ha colocado al siervo entre la cosa y él, se vincula sólo con la dependencia de la cosa y la goza simplemente; y abandona el lado de la independencia al siervo que la trabaja". (36) Odiseo es sustituido en el trabajo. Como no puede ceder a la tentación del abandono de sí, carece también -en cuanto propietario- de la participación en el trabajo, y, finalmente, también de su dirección, mientras que por otro lado sus compañeros, por hallarse cercanos a las cosas, no pueden gozar el trabajo, porque éste se cumple bajo constricción, sin esperanza, con los sentidos violentamente obstruidos. El esclavo permanece sometido en cuerpo y alma, el señor entra en regresión. Ninguna forma de dominio ha sabido aún evitar este precio, y la circularidad de la historia en su progreso halla su explicación en este debilitamiento, que es el equivalente del poderío. Mientras actitudes y conocimientos de la humanidad se van diferenciando gracias a la división del trabajo, la humanidad retrocede hacia fases antropológicamente más primitivas, puesto que la duración del dominio comporta, con la facilitación técnica de la existencia, la fijación de los instintos por obra de una fijación más fuerte. La fantasía se deteriora. El mal no consiste en el retraso de los individuos respecto a la sociedad o a la producción material. Donde la evolución de la máquina se ha convertido ya en la del mecanismo de dominio, y la tendencia técnica y social, estrechamente ligadas desde siempre, convergen en la toma de posesión total del hombre, los atrasados no representan sólo la falsedad. Viceversa, la adaptación a la potencia del progreso -o al progreso de la potencia- implica siempre de nuevo esas formaciones regresivas que hacen evidente el progreso de su contrario, y no sólo en el progreso fracasado, sino también en el mismo progreso logrado. La maldición del progreso constante es la incesante regresión.

Esta regresión no se limita a la experiencia del mundo sensible, que está ligada a la proximidad física, sino que concierne también al intelecto dueño de sí, que se separa de la experiencia sensible para someterla. La unificación de la función intelectual, por la que se cumple el dominio sobre los sentidos, la reducción del pensamiento a la producción de uniformidad, implica el empobrecimiento tanto del pensamiento como de la experiencia; la separación de los dos campos deja a ambos humillados y disminuidos. En la limitación del pensamiento a tareas administrativas y organizativas practicada como superiores desde el astuto Odiseo hasta los ingenuos directores generales, se halla ya implícita la obtusidad que ciega a los grandes cuando ya no es sólo cuestión de manipular a los pequeños. El espíritu se transforma de hecho en ese aparato de dominio y autodominio que la filosofía burguesa, equivocándose, ha visto en él desde siempre. La sordera, que ha caracterizado a los dóciles proletarios desde los tiempos del mito, no representa ninguna ventaja respecto a la inmovilidad del amo. De la inmadurez de los dominados vive la decadente sociedad. Cuanto más complicado y más sutil es el aparato social, económico y científico, al cual el sistema de producción ha adaptado tiempo ha el cuerpo que lo sirve, tanto más pobres son las experiencias de las que este cuerpo es capaz. La eliminación de las cualidades, su traducción en funciones, pasa de la ciencia, a través de la racionalización de los métodos de trabajo, al mundo perceptivo de los pueblos, y asimila éste de nuevo al de los batracios. La regresión de las masas consiste hoy en la incapacidad de oír con los propios oídos aquello que aún no ha sido oído, de tocar con las propias manos algo que aún no ha sido tocado, la nueva forma de ceguera que sustituye a toda forma mítica vencida. Gracias a la mediación de la sociedad total, que embiste contra todo impulso y relación, los hombres son reducidos de nuevo a aquello contra lo cual se volvía el principio del Sí, la ley de desarrollo de la sociedad: a simples seres genéricos, iguales entre sí por aislamiento de la colectividad dirigida en forma coactiva. Los remeros que no pueden hablar entre ellos se hallan esclavizados todos al mismo ritmo, así como el obrero moderno en la fábrica, en el cine y en el transporte. Son las concretas condiciones del trabajo en la sociedad las que producen el conformismo, y no impulsos conscientes que intervendrían para estupidizar a los hombres oprimidos y desviarlos de la verdad. La impotencia de los trabajadores no es sólo una coartada de los patrones, sino la consecuencia lógica de la sociedad industrial, en la que se ha transformado finalmente el antiguo destino, a causa de los esfuerzos hechos para sustraerse a él.

Pero esta necesidad lógica no es definitiva. Tal necesidad se halla ligada al dominio, a la vez como su reflejo e instrumento. Por lo cual su verdad no es menos problemática que lo que su evidencia es ineluctable. Sin duda el pensamiento ha logrado siempre determinar de nuevo su misma problematicidad. El pensamiento es el siervo a quien el señor no puede detener según su placer. En cuanto al dominio, desde que la humanidad se ha vuelto estable, y luego en la economía mercantil, se ha objetivado en leyes y organizaciones, ha debido a la vez limitarse. El instrumento se vuelve autónomo: la instancia mediadora del espíritu atenúa, independientemente de la voluntad de los amos, la inmediatez de la injusticia económica. Los instrumentos del dominio, que todos deben aferrar -lenguaje, armas y finalmente las máquinas-, deben dejarse aferrar por todos. Así, en el dominio, el momento de la racionalidad se afirma además como diverso del dominio. El carácter objetivo del instrumento, que lo torna universalmente disponible, su "objetividad" para todos, implica ya la crítica al dominio a cuyo servicio el pensamiento se ha desarrollado. A lo largo del camino que va de la mitología a la logística el pensamiento ha perdido el elemento de la reflexión-sobre-sí, y hoy la maquinaria mutila a los hombres, a pesar de que los sustenta. Pero en la forma de las máquinas la ratio extrañada se mueve hacia una sociedad que concilia el aparato cristalizado en aparato material e intelectual con el ser viviente liberado y lo refiere a la sociedad misma como a su sujeto real. El origen particular del pensamiento y su perspectiva universal han sido desde siempre inseparables. Hoy, con la transformación del mundo en industria, la perspectiva de lo universal, la realización social del pensamiento, se halla hasta tal punto próxima y accesible que justamente a causa del tal perspectiva el pensamiento es negado, por los mismos patrones, como mera ideología. Y muestra sólo la mala conciencia de las camarillas en que se encarna al fin la necesidad económica el hecho de que sus manifestaciones -desde las intuiciones del Führer hasta "la visión dinámica del mundo"-, en neto contraste con la apologética burguesa precedente, no insistan más en que sus propias fechorías son consecuencias necesarias de leyes objetivas. Las mentiras míticas de misión y destino, que ocupan el puesto de las leyes objetivas, no expresan siquiera toda la falsedad: no son ya como antaño las leyes objetivas del mercado, que se afirmaban en las acciones de los empresarios y llevaban a la catástrofe, sino que es la decisión consciente de los directores generales, como resultante que no tiene nada que envidiar en términos de necesidad a los más ciegos mecanismos de los precios, en cuanto a manejar el destino de la sociedad. Los dominadores mismos no creen en ninguna necesidad objetiva, pese a que a veces den tal nombre a sus maquinaciones. Se presentan como ingenieros de la historia universal. Sólo los dominados toman como necesaria e intocable la evolución que, a cada aumento decretado del nivel de vida, los vuelve un poco más impotentes. Su reducción a puros objetos de administración, que da forma anticipada a todos los sectores de la vida moderna, incluso en el lenguaje y la percepción, proyecta frente a los dominados una necesidad objetiva ante la cual éstos se creen impotentes. La miseria como contraste de poder e impotencia crece hasta el infinito junto con la capacidad de suprimir perdurablemente toda miseria. Para todo individuo resulta impenetrable la selva de camarillas e instituciones que, desde los supremos puestos de comando hasta la economía de los rackets profesionales, propenden a la continuación indefinida del statu quo.

El absurdo del estado en el cual el poder del sistema sobre los hombres crece a cada paso en que los sustrae al poder de la naturaleza denuncia como superada la razón de la sociedad racional. Su necesidad es ilusoria, no menos que la libertad de los empresarios, que acaba por revelar su carácter coactivo en sus inevitables luchas y acomodamientos. Esta ilusión, en la que se pierde la humanidad iluminada sin residuos, no puede ser disuelta por el pensamiento que, como órgano del dominio, debe elegir entre mandar y obedecer. Si no puede sustraerse al encantamiento al cual quedó ligado en la prehistoria, llega sin embargo a reconocer, en la lógica de la alternativa (coherencia y antinomia), mediante la cual se ha emancipado radicalmente de la naturaleza, a esa misma naturaleza no conciliada y alienada respecto a sí misma. El pensamiento, en el que el mecanismo coactivo de la naturaleza se refleja y se perpetúa, refleja, justamente en virtud de su coherencia irresistible, también a sí mismo como naturaleza olvidada de sí, como mecanismo coactivo. Sin duda la facultad de representación es sólo un instrumento. Mediante el pensamiento los hombres se distancian de la naturaleza para tenerla frente a sí en la posición desde la cual dominarla. Como la cosa, el instrumento material, que se mantiene idéntico en situaciones diversas, y separa así el mundo -caótico, multiforme y disparatado- de lo que es evidente, uno e idéntico, el concepto es el instrumento ideal, que aferra todas las cosas en el punto en que se pueden aferrar. Así como por lo demás el pensamiento se vuelve ilusorio apenas quiere renegar de la función separativa, de distancia y objetivación. Pero si el iluminismo tiene razón contra toda hipóstasis de la utopía y proclama impasible al dominio como escición, la fractura entre sujeto y objeto, que prohibe llenar, se convierte en el index de la falsedad propia y de la verdad. La condena de la superstición ha significado siempre, junto con el progreso del dominio, también el desenmascaramiento de éste. El iluminismo es más que iluminismo; la naturaleza se hace oír en su extrañamiento. En la conciencia que el espíritu tiene en sí como naturaleza dividida en sí, es la naturaleza quien se invoca a sí misma, como en la prehistoria, pero no ya directamente con su presunto nombre, que significa omnipotencia, como mana, sino algo como mutilado y ciego. La condena natural consiste en el dominio de la naturaleza, sin el cual no existiría espíritu. En la humildad en que éste se reconoce como dominio y se retrata en la naturaleza se disuelve su pretensión de dominio, que es la que lo esclaviza a la naturaleza. Aun cuando la humanidad no puede detenerse en la fuga frente a la necesidad -en la civilización y en el progreso- sin renunciar al conocimiento mismo, por lo menos no ve ya en las vallas que erige contra la necesidad (las instituciones, las prácticas del dominio, que desde el sometimiento de la naturaleza se han vuelto siempre contra la sociedad) las promesas de la libertad futura. Todo progreso de la civilización ha renovado, junto con el dominio, también la perspectiva de mitigarlo. Pero mientras la historia real se halla constituida por sufrimientos reales, que no disminuyen de ningún modo en proporción al aumento de los medios para abolirlos, la perspectiva puede contar para realizarse sólo con el concepto. Dado que éste no se limita a distanciar, como ciencia, a los hombres de la naturaleza, sino que además, como toma de conciencia de ese mismo pensamiento que -en la forma de la ciencia- permanece ligado a la ciega tendencia económica, permite medir la distancia que eterniza la injusticia. Gracias a esta anamnesis de la naturaleza en el sujeto, en el cumplimiento de la cual se halla la verdad desconocida de toda cultura, el iluminismo se encuentra, como principio, en oposición al dominio, y la invitación a detener el iluminismo resonó, incluso en los tiempos de Vanini, (*) menos por temor a la ciencia exacta que por odio al pensamiento indisciplinado que se libera del encantamiento de la naturaleza en la medida en que se reconoce como el temblor de ésta ante sí misma. Los sacerdotes siempre han vindicado al mana respecto al iluminista que lo conciliaba experimentando horror por el horror que llevaba ese nombre, y los augures del iluminismo fueron solidarios en la hybris con los sacerdotes. El iluminismo burgués se había rendido a su momento positivista mucho antes de Turgot y de d"Alembert. El iluminismo burgués estuvo siempre expuesto a la tentación de cambiar la libertad por el ejercicio de la autoconservación. La suspensión del concepto, ya fuera en nombre del progreso o en el de la cultura -que secretamente se habían puesto de acuerdo hacía tiempo contra la verdad-, ha dejado el campo libre a la mentira. Mentira que -en un mundo que se dedicaba a verificar protocolos y a custodiar la idea, degradada a "contribución" de grandes pensadores, como una especie de slogan envejecido- no era ya más distinguible de la verdad neutralizada como "patrimonio cultural".

Para reconocer el dominio, incluso dentro del pensamiento, como naturaleza no conciliada, podría remover esa necesidad cuya eternidad ha sido admitida incluso por el socialismo con demasiada rapidez, en homenaje al common sense reaccionario. Al elevar la necesidad al carácter de "base" para todos los tiempos venideros y al degradar al espíritu -según el estilo idealista- al papel de cima suprema, el socialismo ha conservado demasiado rígidamente la herencia de la filosofía burguesa. De esa forma la relación de la necesidad con el reino de la libertad sería puramente cuantitativa, mecánica, y la naturaleza, alienada, como en la primera mitología, se convertiría en totalitaria y terminaría por absorber a la libertad junto con el socialismo. Al renunciar al pensamiento, que se venga, en su forma reificada -como matemáticas, máquina, organización– del hombre olvidado de sí mismo, el iluminismo ha renunciado a su propia realización. Al disciplinar todo lo que es individual, el iluminismo ha dejado a la totalidad incomprendida la libertad de retorcerse -como dominio sobre las cosas- sobre el ser y sobre la conciencia de los hombres. Pero la praxis subversiva depende de la intransigencia de la teoría respecto a la inconsciencia con que la sociedad deja que el pensamiento se endurezca. La realización no resulta difícil por sus presupuestos materiales, por la técnica desencadenada como tal. Esta es la tesis de los sociólogos, que buscan ahora un nuevo antídoto, tal vez de corte colectivo, para solucionar la cuestión del antídoto. (37) El responsable es un complejo social de enceguecimiento. El mítico respeto científico de los pueblos hacia el dato que ellos mismos producen continuamente termina por convertirse a su vez en un dato de hecho, en la roca frente a la cual incluso la fantasía revolucionaria se avergüenza de sí como utopismo y degenera en pasiva confianza en la tendencia objetiva de la historia. Como órgano de esta adaptación, como pura construcción de medios, el iluminismo es tan destructivo como lo afirman sus enemigos románticos. El iluminismo se convierte en sí sólo al denunciar el último compromiso con tales enemigos y al osar abolir el falso absoluto, el principio del ciego dominio. El espíritu de esta teoría intransigente podría llegar a invertir, para sus fines, el espíritu inexorable del progreso. Espíritu cuyo heraldo, Bacon, ha soñado con las mil cosas "que los reyes con todos sus tesoros no pueden comprar, sobre las cuales su autoridad no pesa, de las que sus informantes no pueden darles noticias". Tal como lo preveía, esas cosas les han tocado a los burgueses, a los herederos iluminados del rey. Al multiplicar la violencia a través de la mediación del mercado, la economía burguesa ha multiplicado también sus propios bienes y sus propias fuerzas hasta el punto de que ya no es necesario, para administrarlas, no sólo de los reyes ni tampoco de los burgueses: basta simplemente con todos. Todos aprenden, a través del poder de las cosas, a desentenderse del poder. El iluminismo se realiza y se niega cuando los fines prácticos más próximos se revelan como la lejanía alcanzada, y las tierras "de las que sus informantes no pueden darles noticias", es decir la naturaleza desconocida por la ciencia patronal, son recordadas como las del origen. Hoy que la utopía de Bacon -"ser amos de la naturaleza en la práctica"- se ha cumplido en escala terrestre, se torna evidente la esencia de la constricción que él imputaba a la naturaleza no dominada. Era el dominio mismo. Dominio tras cuya disolución puede ir más allá el saber, en el cual indudablemente residía, según Bacon, "la superioridad del hombre". Pero ante esta posibilidad el iluminismo al servicio del presente se transforma en el engaño total de las masas.

La industria cultural

Iluminismo como mistificación de masas La tesis sociológica de que la pérdida de sostén en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y el extremado especialismo han dado lugar a un caos cultural, se ve cotidianamente desmentida por los hechos. La civilización actual concede a todo un aire de semejanza. Film, radio y semanarios constituyen un sistema. Cada sector está armonizado en sí y todos entre ellos. Las manifestaciones estéticas, incluso de los opositores políticos, celebran del mismo modo el elogio del ritmo de acero. Los organismos decorativos de las administraciones y las muestras industriales son poco diversas en los países autoritarios y en los demás. Los tersos y colosales palacios que se alzan por todas partes representan la pura racionalidad privada de sentido de los grandes monopolios internacionales a los que tendía ya la libre iniciativa desencadenada, que tiene en cambio sus monumentos en los tétricos edificios de habitación o comerciales de las ciudades desoladas. Ya las casas más viejas cerca de los centros de cemento armado tienen aire de slums y los nuevos bungalows marginales a la ciudad cantan ya -como las frágiles construcciones de las ferias internacionales- las loas al progreso técnico, invitando a que se los liquide, tras un rápido uso, como cajas de conserva. Pero los proyectos urbanísticos que deberían perpetuar, en pequeñas habitaciones higiénicas, al individuo como ser independiente, lo someten aun más radicalmente a su antítesis, al poder total del capital. Como los habitantes afluyen a los centros a fin de trabajar y divertirse, en carácter de productores y consumidores, las células edilicias se cristalizan sin solución de continuidad en complejos bien organizados. La unidad visible de macrocosmo y microcosmo ilustra a los hombres sobre el esquema de su civilización: la falsa identidad de universal y particular. Cada civilización de masas en un sistema de economía concentrada es idéntica y su esqueleto -la armadura conceptual fabricada por el sistema- comienza a delinearse. Los dirigentes no están ya tan interesados en esconderla; su autoridad se refuerza en la medida en que es reconocida con mayor brutalidad. Film y radio no tienen ya más necesidad de hacerse pasar por arte. La verdad de que no son más que negocios les sirve de ideología, que debería legitimar los rechazos que practican deliberadamente. Se autodefinen como industrias y las cifras publicadas de las rentas de sus directores generales quitan toda duda respecto a la necesidad social de sus productos.

Quienes tienen intereses en ella gustan explicar la industria cultural en términos tecnológicos. La participación en tal industria de millones de personas impondría métodos de reproducción que a su vez conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades iguales sean satisfechas por productos standard. El contraste técnico entre pocos centros de producción y una recepción difusa exigiría, por la fuerza de las cosas, una organización y una planificación por parte de los detentores. Los clichés habrían surgido en un comienzo de la necesidad de los consumidores: sólo por ello habrían sido aceptados sin oposición. Y en realidad es en este círculo de manipulación y de necesidad donde la unidad del sistema se afianza cada vez más. Pero no se dice que el ambiente en el que la técnica conquista tanto poder sobre la sociedad es el poder de los económicamente más fuertes sobre la sociedad misma. La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter forzado de la sociedad alienada de sí misma. Automóviles y films mantienen unido el conjunto hasta que sus elementos niveladores repercuten sobre la injusticia misma a la que servían. Por el momento la técnica de la industria cultural ha llegado sólo a la igualación y a la producción en serie, sacrificando aquello por lo cual la lógica de la obra se distinguía de la del sistema social. Pero ello no es causa de una ley de desarrollo de la técnica en cuanto tal, sino de su función en la economía actual. La necesidad que podría acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia individual. El paso del teléfono a la radio ha separado claramente a las partes. El teléfono, liberal, dejaba aun al oyente la parte de sujeto. La radio, democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para remitirlos autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas estaciones. No se ha desarrollado ningún sistema de respuesta y las transmisiones privadas son mantenidas en la clandestinidad. Estas se limitan al mundo excéntrico de los "aficionados", que por añadidura están aun organizados desde arriba. Pero todo resto de espontaneidad del público en el ámbito de la radio oficial es rodeado y absorbido, en una selección de tipo especialista, por cazadores de talento, competencias ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo género. Los talentos pertenecen a la industria incluso antes de que ésta los presente: de otro modo no se adaptarían con tanta rapidez. La constitución del público, que teóricamente y de hecho favorece al sistema de la industria cultural, forma parte del sistema y no lo disculpa. Cuando una branche artística procede según la misma receta de otra, muy diversa en lo que respecta al contenido y a los medios expresivos; cuando el nudo dramático de la soap-opera en la radio se convierte en una ilustración pedagógica del mundo en el cual hay que resolver dificultades técnicas, dominadas como jam al igual que en los puntos culminantes de la vida del jazz, o cuando la "adaptación" experimental de una frase de Beethoven se hace según el mismo esquema con el que se lleva una novela de Tolstoy a un film, la apelación a los deseos espontáneos del público se convierte en un pretexto inconsistente. Más cercana a la realidad es la explicación que se basa en el peso propio, en la fuerza de inercia del aparato técnico y personal, que por lo demás debe ser considerado en cada uno de sus detalles como parte del mecanismo económico de selección. A ello debe agregarse el acuerdo o por lo menos la común determinación de los dirigentes ejecutivos de no producir o admitir nada que no se asemeje a sus propias mesas, a su concepto de consumidores y sobre todo a ellos mismos.

Si la tendencia social objetiva de la época se encarna en las intenciones subjetivas de los dirigentes supremos, éstos pertenecen por su origen a los sectores más poderosos de la industria. Los monopolios culturales son, en relación con ellos, débiles y dependientes. Deben apresurarse a satisfacer a los verdaderamente poderosos, para que su esfera en la sociedad de masas -cuyo particular carácter de mercancía tiene ya demasiada relación con el liberalismo acogedor y con los intelectuales judíos- no corra peligro. La dependencia de la más poderosa sociedad de radiofonía respecto a la industria eléctrica o la del cine respecto a la de las construcciones navales, delimita la entera esfera, cuyos sectores aislados están económicamente cointeresados y son interdependientes. Todo está tan estrechamente próximo que la concentración del espíritu alcanza un volumen que le permite traspasar los confines de las diversas empresas y de los diversos sectores técnicos. La unidad desprejuiciada de la industria cultural confirma la unidad -en formación- de la política. Las distinciones enfáticas, como aquellas entre films de tipo a y b o entre las historias de semanarios de distinto precio, no están fundadas en la realidad, sino que sirven más bien para clasificar y organizar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio. Para todos hay algo previsto, a fin de que nadie pueda escapar; las diferencias son acuñadas y difundidas artificialmente. El hecho de ofrecer al público una jerarquía de cualidades en serie sirve sólo para la cuantificación más completa. Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level determinado en forma anticipada por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos de masa que ha sido preparada para su tipo. Reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de las oficinas administrativas (que no se distinguen prácticamente más de las de propaganda) en grupos según los ingresos, en campos rosados, verdes y azules.

El esquematismo del procedimiento se manifiesta en que al fin los productos mecánicamente diferenciados se revelan como iguales. El que las diferencias entre la serie Chrysler y la serie General Motors son sustancialmente ilusorias es cosa que saben incluso los niños que se enloquecen por ellas. Los precios y las desventajas discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia de competencia y de posibilidad de elección. Las cosas no son distintas en lo que concierne a las producciones de la Warner Brothers y de la Metro Goldwin Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y menos caros de la colección de modelos de una misma firma, las diferencias se reproducen más: en los automóviles no pasan de variantes en el número de cilindros, en el volumen, en la novedad de los gadgets; en los films se limitan a diferencias en el número de divos, en el despliegue de medios técnicos, mano de obra, trajes y decorados, en el empleo de nuevas fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor consiste en la dosis de conspicuous production, de inversión exhibida. Las diferencias de valor preestablecidas por la industria cultural no tienen nada que ver con diferencias objetivas, con el significado de los productos. También los medios técnicos tienden a una creciente uniformidad recíproca. La televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que está siendo retardada hasta que las partes interesadas se hayan puesto completamente de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas pueden ser promovidas hasta tal punto por el empobrecimiento de los materiales estéticos que la identidad apenas velada de todos los productos de la industria cultural podrá mañana triunfar abiertamente, como sarcástica realización del sueño wagneriano de la "obra de arte total". El acuerdo de palabra, música e imagen se logra con mucha mayor perfección que en Tristán, en la medida en que los elementos sensibles, que se limitan a registrar la superficie de la realidad social, son ya producidos según el mismo proceso técnico de trabajo y expresan su unidad como su verdadero contenido. Este proceso de trabajo integra a todos los elementos de la producción, desde la trama de la novela preparada ya en vistas al film, hasta el último efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido. Imprimir con letras de fuego su omnipotencia -la de sus manos- en el corazón de todos los desposeídos en busca de empleo es el significado de todos los films, independientemente de la acción dramática que la dirección de producciones escoge de vez en cuando.

Durante el tiempo libre el trabajador debe orientarse sobre la unidad de la producción. La tarea que el esquematismo kantiano había asignado aun a los sujetos -la de referir por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales- le es quitada al sujeto por la industria. La industria realiza el esquematismo como el primer servicio para el cliente. Según Kant, actuaba en el alma un mecanismo secreto que preparaba los datos inmediatos para que se adaptasen al sistema de la pura razón. Hoy, el enigma ha sido develado. Incluso si la planificación del mecanismo por parte de aquellos que preparan los datos, la industria cultural, es impuesta a ésta por el peso de una sociedad irracional -no obstante toda racionalización-, esta tendencia fatal se transforma, al pasar a través de las agencias de la industria, en la intencionalidad astuta que caracteriza a esta última. Para el consumidor no hay nada por clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de la producción. El prosaico arte para el pueblo realiza ese idealismo fantástico que iba demasiado lejos para el crítico. Todo viene de la conciencia: de la de Dios en Malebranche y en Berkeley; en el arte de masas, de la dirección terrena de la producción. No sólo los tipos de bailables, divos, soap-operas retornan cíclicamente como entidades invariables, sino que el contenido particular del espectáculo, lo que aparentemente cambia, es a su vez deducido de aquéllos. Los detalles se tornan fungibles. La breve sucesión de intervalos que ha resultado eficaz en un tema, el fracaso temporario del héroe, que éste acepta deportivamente, los saludables golpes que la hermosa recibe de las robustas manos del galán, los modales rudos de éste con la heredera pervertida, son, como todos los detalles, clichés, para emplear a gusto aquí y allá, enteramente definidos cada vez por el papel que desempeñan en el esquema. Confirmar el esquema, mientras lo componen, constituye toda la realidad de los detalles. En un film se puede siempre saber en seguida cómo terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado; para no hablar de la música ligera, en la que el oído preparado puede adivinar la continuación desde los primeros compases y sentirse feliz cuando llega. El número medio de palabras de la short story es intocable. Incluso los gags, los efectos, son calculados y planificados. Son administrados por expertos especiales y su escasa variedad hace que se los pueda distribuir administrativamente. La industria cultural se ha desarrollado con el primado del efecto, del exploit tangible, del detalle sobre la obra, que una vez era conductora de la idea y que ha sido liquidada junto con ésta. El detalle, al emanciparse, se había tornado rebelde y se había erigido -desde el romanticismo hasta el expresionismo– en expresión desencadenada, en exponente de la revolución contra la organización. El efecto armónico aislado había cancelado en la música la conciencia de la totalidad formal; en pintura el color particular se había sobrepuesto a la composición del cuadro; la penetración psicológica dominaba sobre la arquitectura de la novela. A ello pone fin con su totalidad la industria cultural. Al no reconocer más que a los detalles, acaba con la insubordinación de éstos y los somete a la fórmula que ha tomado el lugar de la obra. La industria cultural trata de la misma forma al todo y a las partes. El todo se opone, en forma despiadada o incoherente, a los detalles, un poco como la carrera de un hombre de éxito, a quien todo debe servirle de ilustración y prueba, mientras que la misma carrera no es más que la suma de esos acontecimientos idiotas. La llamada idea general es un mapa catastral y crea un orden, pero ninguna conexión. Privados de oposición y de conexión, el todo y los detalles poseen los mismos rasgos. Su armonía garantizada desde el comienzo es la caricatura de aquella otra -conquistada- de la obra maestra burguesa. En Alemania, en los films más despreocupados del período democrático, reinaba ya la paz sepulcral de la dictadura.

Partes: 1, 2, 3, 4
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